El carnaval de las bestias

Título original: El carnaval de las bestias / Zangyaku! Kyôen no yakata

Año: 1980 (España, Japón)

Director: Jacinto Molina

Productores: Jacinto Molina, Julia Saly, Masurao Takeda

Guionista: Jacinto Molina

Fotografía: Alejandro Ulloa

Música: C.A.M. España

Intérpretes: Paul Naschy [Jacinto Molina] (Bruno Rivera), Eiko Nagashima (Mieko), Lautaro Murúa (Don Simón), Silvia Aguilar (Mónica), Azucena Hernández (Alicia), Kogi Maritugu (Taro), Roxana Dupre (Raquel), Pepe Ruiz (Don Serafín), Paloma Hurtado (Mujer disfrazada de María Antonieta), Luis Ciges (El Palanqueta), Ricardo Palacios (Don Carmelo), Rafael Hernández (Hombre disfrazado de Superman), Tito García, Ramón Centenero, Alexia Loreto (Ramona), Rafael Conesa, Manuel Pereiro (Hombre disfrazado de bandido), Julia Saly (Teresa), Ana Berri, Carmen Luján, José Thelman, Juan del Pozo, Mercedes Marfil, Inma Giménez, Masateru Tabata, Pedro Palomo, Psuji , Enrique Plata, Mieko Gustanave…

Sinopsis: Japón, época actual. Bruno Rivera, un mercenario sin escrúpulos, es contratado por una organización de fanáticos idealistas para efectuar el robo de un importante alijo de brillantes. Tras el ataque, Bruno huye con las joyas a España, dónde es localizado por aquellos que traicionó, entablándose una frenética persecución que culmina en una refriega junto a un viejo monasterio, siendo herido por Mieko, su antigua amante. Recogido por el médico Simón y sus hijas Alicia y Mónica, es curado en su casona, donde Mieko le busca para vengarse, siendo asesinada por un agresor desconocido…

El carnaval de las bestias representa por si misma eso que podría llamarse “lo naschyano”, no ya como referencia al propio cineasta sino a la manera de flotar de todo el fantaterror español, ya en trance de muerte durante el año 1980 y con, precisamente Jacinto Molina como uno de sus últimos bastiones, un resistente contra todo y contra todos. Toda la película parece un enorme summa artis, un recopilatorio de la temática/simbología/fetiches del cineasta (concedámosle el título aunque solo sea por insistencia) que recicla títulos anteriores, o más bien los canibaliza, en pos de la consecución de un fiestorro grotesco y brutalmente español pese a su trapisondista origen de primera coproducción hispano-japonesa. Esta habilidad para agarrar la oportunidad es otra muesca del carácter del fantaterror patrio por un lado y de la imparable determinación de Naschy de moverse siempre hacia delante propiciada , en este caso, por una de sus fieles coequipiers de la época, la actriz y bailaora Julia Saly, en vida Julia Salinero, en arte “La Pocha”.

En gira por el Japón Saly conoce al ignoto documentalista, realizador televisivo y futuro productor Masurao (o Matsurao) Takeda durante la filmación televisiva de uno de los espectáculos flamencos de su compañía. Al parecer este hablaba algo el español y pone en conocimiento de La Pocha que ha recibido el encargo de realizar una serie de grabaciones sobre los museos españoles. Ni corta ni perezosa la actriz le habla a Takeda de Naschy como el hombre adecuado para rodar el material directamente en España y tal que así sucede comenzándose por la pieza dedicada al Museo del Prado. A partir de aquí el terceto funda al alimón la productora Dálmata Films (la cual aparece compartiendo labores con la nipona Hori Kikaku, casa que encargó los documentales originalmente al parecer[1]) y ya que el director está en Japón para estos asuntos de entregas y demás, raudamente (según una lógica guerrillera, por otra parte admirable: la del haz lo que puedas con lo que tengas en el momento en que lo tengas) pone en marcha la filmación de unos cuantos planos en suelo nipón con algunos actores locales y cierto ambientillo, todo lo cual justifica el posterior bombo como esa co-producción tan inaugural como insólita (y luego repetida).

Todo el primer tercio del film, el cual se supone transcurre precisamente en Japón, es un batiburrillo infumable, rodado con más cuidado que en otras ocasiones “internacionales”, es cierto, pero pendiente de una trama absurda, tachonada, para mayor delito, de un puñado de esos cultismos tan queridos igualmente por el divo, quien encarna para la ocasión a un archiduro mercenario internacional que en un pis pas seduce a la hija del boss que le ha contratado. El asunto consiste en un atraco a un joyero y una vez concluido el trabajo, por arte de magia, nuestro protagonista cambia por primera vez en la película de carácter. Sin solución de continuidad pasa de ser un adusto profesional con código a un criminal sin escrúpulos de ningún tipo, traidor y asesino de singular villanía, que le da la puñalada a la seducida y huye con los diamantes. Tras alguna que otra escorribanda y un vulgar tiroteo en unas ruinas contra su antigua amada, un enfrentamiento que encima se pretende de aliento trágico, el (anti)héroe termina malherido, aunque escapa como puede. Entierra los diamantes (de los cuales si te he visto no me acuerdo) y pierde el sentido. Fin de la película, porque hasta aquí hemos visto algo que solo tendrá una hilazón muy peregrina con lo que vendrá después, hilazón facilitada por la reaparición de la novia asiática con ánimos de venganza. A partir de aquí empieza otra cosa diferente, que a su manera bárbara, paroxística de puro grotesca satisface la paciencia del espectador y ofrece simultanea y paradójicamente una de las parcelas más brutales y sofisticadas del imaginario del autor y, además, supone el punto culminante de una sucesión de reciclajes de la misma fórmula, que pondría en fila este El carnaval de las bestias, La muerte de un quinqui y Los ojos azules de la muñeca rota.

En tan curioso tríptico, tal que así puede leerse a posteriori, Naschy repite estrategias, esquemas y carencias, caprichos estructurales y agujeros de tamaño descomunal. En todas ellas un personaje masculino (Naschy, claro está) de pasado turbio y psicología difusa (por no decir que cambia de ella como de camisa) llega después de una serie de peripecias violentas, unas veces mostradas antes otras sustanciadas retrospectivamente, a guarecerse aun caserón igual a si mismo (literalmente, ya que siempre es la finca de Lozoya del director) donde se encontrará a un terceto (o dupla) de féminas necesitadas/desquiciadas de aparente normalidad en un primer momento -papeles incorporados aquí por las habituales Silvia Aguilar y Azucena Hernández, divididas por lo general entre la puta y la santa, la sucia y la pura, aunque en realidad la santidad oculte un deseo frenético o como aquí, una doblez mortal- y a un hombre que, por una u otra razón no puede satisfacerlas sexualmente, labor esta que vendrá a cumplir Naschy, tan irresistible como siempre según la lógica autoerótica de la estrella, cuya intromisión en semejante microcosmos viciado/vicioso no tendrá otra consecuencia que la revelación de la violencia latente y de la locura total y absoluta. En el caso de El carnaval de las bestias, este bloque resulta el mejor aplicado del entre el terceto, no por la vía de la depuración sino por la del exceso, hasta el punto de colocar a este film en esa vía cruda de la negrura española por la cual antes había caminado con cierto aplomo en la reivindicable El huerto del francés, su mejor película, y en la discutible pero no desdeñable El caminante (e incluso en su opera prima, la notable Inquisición).

El resultado es una experiencia tan demente que no puede menos que admirarse, tal es su cúmulo de barrabasadas y su extraño poder de perturbación y de prospección de ese horror genuinamente español posible. Cine tronante y desequilibrado que abraza por igual la garrulez más vernácula –los cerdos se ventilan a las víctimas sin más ni más y hasta se nos ofrece la merendola que se pegan con el incauto Pepe Ruiz, galán de vía estrecha y palillo en comisura-, el furor sexual más retorcido -en este caso en varón, el magnífico actor chileno Lautaro Murúa, no atiende a sus mujeres eróticamente al ser estas sus hijas pero en compensación se entrega a rituales sadomasoquistas con la mucama negra y oculta, un vínculo gastronómico irrompible con sus vástagas-, e incluso los derroteros alucinatorio-románticos entre Poe y Becquer –Bruno Rivera viendo su propia tumba en medio del delirio en una escena quizás gratuita resuelta mediante un extravagante ralentí- o los ya mencionados resabios del giallo mentiroso, es decir , todo aquello que tiene que ver con el personaje de “la tercera hermana”, una Julia Saly de rara fascinación cuyo personaje no parece tenor mayor sentido que la de distraer al público en una determinada dirección o más bien la de la pura acumulación de elementos (o directamente de géneros) que formen una suerte de collage aberrante que, de forma insólita, termina por formar algo de siniestra personalidad propia.

A todo ello no es ajeno un empaque general de apreciable dignidad, una puesta en escena con algún hallazgo elegante (pese a que, en general Naschy sea como realizador tirando a plano y escoradamente televisivo) a la que acompaña la meritoria labor fotográfica del excelente Alejandro Ulloa. Pero entre todo ello es sin duda ese doble clímax final lo más memorable ( a su manera), desde la conclusión última, con la familia unida por la carne, carne representada por el cuerpo de Bruno Rivera listo para el despiece, hasta el antecedente revelador de la comida de las fuerzas vivas del pueblo, listos para degustar las matanza anual con deleite, sin saber que aquellos puercos están alimentados de sus convecinos o que el plato principal son sus convecinos mismos convenientemente sazonados. Lo único de lamentar es que, y teniendo en cuenta el fervor culterano ya mencionado, en lugar de los ridículos disfraces de la fiesta (de Superman a Napoleón sin que falte el preceptivo uniforme de la Wehrmacht) no se hubiera optado por una mascarada vernácula y cruel como las del pintor José Solana. En cualquier caso un film insólito por múltiples razones y un jalón más en esa convivencia, digna de estudio, que entre la comida y el crimen se puede establecer en el cine español, de Eugenio Martín a Eloy de la Iglesia, de Una vela para el diablo a El techo de cristal, pasando por esta misma o la antedicha El huerto del francés. Tinajas y cochiqueras, guisotes y manteles a cuadros, cuchillos y sangre espesa, el camino del horror español.

Adrián Sánchez

[1] Curiosamente, o no tanto, como fondo de los títulos de crédito de la película se utilizarían planos rodados inicialmente para estos documentales.

14 comentarios en “El carnaval de las bestias

  1. La película és infame del primer fotograma al último. Auténtica caspa hispana, tanto en el fondo com en la forma. Y con todo, hay que reconocer que si se entra en su juego, no es en absoluto una película aburrida.

  2. Superior artículo en torno a este (por comparación) soportable título de Naschy como siempre malogrado por su incansable narcisismo pero con algunos detalles que la hacen ciertamente curiosa e irremediablemnte simpática.

  3. Pues a mí no me parece tan infame, la verdad. Sin llegar al nivel de sus primeras películas como director me resulta bastante apreciable, pese a que el personaje de la Saly, tal y como indica Adrián, parezca un pegote añadido que poco o nada aporta a la historia.

    A colación con el magnífico texto de Adrián,ahí van unas cuantas disquisiciones con su permiso. Por un lado, la más que posible influencia que el citado banquete con gente disfrazada que se da en «El carnaval de las bestias» pueda tener de «Último deseo», rodada también en idéntico escenario, y la cual tomaba a su vez como modelo «Salo o los 120 días de Sodoma» de Pasolini. A este respecto es muy interesante el oportuno comentario sobre Solana, máxime cuando Naschy en sus memorias decía haberle conocido y sentirse deudor de su obra.

    En cuanto al modelo naschyano de «extraño irrumpe en mansión apartada donde se desatará el terror», aparte de darse en otras películas en las que él participó como actor pero en las que nada tuvo que ver más allá de ello – por ejemplo, «Pecado mortal»-, éste se remonta a un proyecto suyo con Tulio Demichelli jamás rodado titulado «Los adoradores de las tinieblas». En él, un grupo de atracadores iban a parar en su fuga en una apartada mansión donde se encontraban con una familia de magos encabezados por el que habría sido el primer trasunto de Gilles de Rais de la filmografía de Naschy.

    Por último, siquiera a modo anecdótico, señalar que el título originario del proyecto de «El carnaval de las bestias» fue «Los cerdos».

    1. Si que puede existir, ni que sea lejanamente, esa conexión sadiana. Aunque a Naschy le falta sofisticación para desarrolarla. Quizás sea la gran pega general de la película: todo son apuntes y la mayorái interesantísimos, pero solo apuntes.
      Siguiendo la «vía passoliniana» yo veo un apoco esa estructura de «extraño/casa» como su propia variante de «Teorema» (incluso creo que algo así puse en la reseña sobre «Muerte de un quinqui»).
      Los disfraces son otra oportunidad desaprovechada; prefiere el chiste busdo a cosata de la cultura popular que la representación genuinamente española del carnaval y las posibilidades plásticas y expresivas de esas máscaras solanescas.

      En cualquier caso encuentro este film, tan lleno de pegas y tan facil de machacar, como uno de sus trabajos más estimulantes y personales, casi íntimos me atrevería a decir.

      ¡Ah! y tengo entendido que es Los cerdos (o The Pigs) se uso para la distribución anglosajona en algunas ocasiones, al igual que el de «Bestias humanas»

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