El justiciero ciego (Blindman)

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Título original: Blindman

Año: 1971 (Italia, Estados Unidos)

Director: Ferdinando Baldi

Productores: Tony Anthony, Allen Klein, Saul Swimmer

Guionistas: Tony Anthony, Vincenzo Cerami, Pier Giovanni Anchisi

Fotografía: Riccardo Pallottini

Música: Stelvio Cipriani

Intérpretes: Tony Anthony (Blindman), Ringo Starr (Candy), Lloyd Battista (Domingo), Magda Konopka («Dulce Mamá»), Ralf Baldassarre (General mexicano), Marisa Solinas (Margarita), Agneta Eckemyr (Pilar), Janine Reynaud (prostituta), Tito García (conductor de locomotora), Franz von Treuberg (Padre de Pilar), David Dreyer (Dude), Gaetano Scala, Salvatore Billa, Augusto Funari (Esbirros de Domingo), Mary Badin, Dominique Badou, Shirley Corrigan, Giuliana Giuliani, Katerina Lindfelt, Malisa Longo, Alice Mannell, Krista Nell, Helen Parker, Karin Skarreso, Solvi Stubing, Melù Valente (Novias), Carla Brait (Criada negra), John Frederick (Sheriff), Guido Mannari, Fortunato Arena, Ennio Antonelli (Oficiales mexicanos)…

Sinopsis: Blindman, una suerte de pistolero-proxeneta invidente, trata por todos los medios de recuperar las cincuenta mujeres que había comprado con el fin de conducirlas a una explotación minera en Texas, y que le son arrebatadas en un momento dado con el propósito de vendérselas a su vez al ejército mexicano por el bandido Domingo y la hermana de éste, la madame «Dulce Mamá».

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Además de demostrar su ductilidad en prácticamente todos los géneros que surgieron al calor de la etapa de mayor esplendor productivo de la industria cinematográfica italiana (oséase, desde finales de los años 50 hasta finales de la década siguiente), Ferdinando Baldi (1917-2007), evidenció asimismo su versatilidad e intachable profesionalidad en todos y cada uno de los spaghetti westerns que firmara en el mencionado período. Así las cosas, y dentro del género que más frecuentó a lo largo de sus treinta y cinco años de carrera, Baldi disfrutó de la oportunidad de abordar todas y cada una de las variantes en las que el western all’italiana se fue metamorfoseando, siempre con el fin de no perder vigencia de cara a taquilla e intentando adaptarse así a las nuevas corrientes que los cambiantes gustos del público demandaban en cada momento; es decir, desde los tiempos de mayor bonanza a nivel de recaudación de los que gozó el género a mediados de los 60 hasta el inevitable declive del que fueron testigos los últimos años de la década de los 70 y los primeros 80, cuando ya por desgracia el spaghetti (así como el western en general) se encontraba definitivamente muerto en cuanto a corriente que gozase de una mínima continuidad industrial; y esto a pesar de algún intento aislado (y, por desgracia, infructuoso) de reavivar el ya agusanado cadáver, como pudiera ser el caso de la adaptación del cómic, creado por Gian Luigi Bonelli, Tex e il signore degli abissi, cinta protagonizada por un ya otoñal Giuliano Gemma y dirigida por Duccio Tessari.

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De esta manera, y vistas en conjunto, las diferentes incursiones del realizador italiano en los territorios del western mediterráneo se revelan como el muestrario perfecto a la hora de ejemplificar los numerosos y casi antitéticos derroteros estilísticos por los que, durante casi tres lustros, fue derivando el subgénero: desde la fidelidad a las constantes del estilo Leone, imperantes en aquellos primeros años del boom, pero filtradas a través del tamiz del clasicismo y de la contención formal de su primer western, Adiós, Texas, pasando por proyectos más heterodoxos, y claramente alimenticios, como pudiera ser el caso del musical Rita en el West, película a mayor gloria de la entonces célebre cantante Rita Pavone y coprotagonizada por Terence Hill; sin olvidarnos, por supuesto, de ese estupendo híbrido con el melodrama que supuso la colorista Tierra de gigantes, o el evidente djangoexplotation El clan de los ahorcados, paradójicamente también protagonizada por Hill apenas un par de años antes de convertirse junto a Bud Spencer en la pareja paradigmática y de mayor éxito dentro de los márgenes del western cómico.

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Como era de esperar, Baldi también intentó sacar provecho de esta vertiente humorística por la que se inclinaría a comienzos de los 70 la industria cinematográfica transalpina, con sendas – si se me permite el término – Bud Spencer & Terence Hill-xploitations: Nos llaman Carambola  y Les llamaban los hermanos Trinidad, protagonizadas por los clones oficiosos de la pareja, es decir el italiano Antonio Cantafora (rebautizado Michael Coby para la ocasión) y el americano Paul L. Smith, robusto y malencarado actor que posteriormente encarnaría de manera inmejorable al Bluto de la versión en imagen real que del personaje de Popeye rodara Robert Altman.

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A tan heterogéneo listado habría que añadir las que seguramente sean las dos películas más bizarras que dirigió Baldi, en ambos casos escritas, producidas y protagonizadas (al igual que Blindman) por el peculiar Tony Anthony: nos referimos a Get mean, imposible y anacrónico cóctel de pistoleros, caballeros medievales y vikingos, y Comin’ at Ya!, absolutamente suicida intento de resucitar, en los ultratecnificados tiempos de Spielberg, Lucas y cía., el agotado filón del oeste, agregándole espectacularidad (o al menos intentándolo) mediante el rodaje en 3D, adelantándose así en el tiempo a títulos como Viernes 13: 3ª parte o Tiburón 3 en su vana pretensión de volver a atraer al público a las salas mediante el vetusto formato de las tres dimensiones y las gafas multicolor.

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Emigrado a Italia como tantos otros compatriotas americanos con la esperanza de protagonizar su propio spaghetti western y – con un poco de fortuna – convertirse quizás en el nuevo Clint Eastwood, tras participar en breves roles en algunas comedias de episodios, por otro lado tan características del cine italiano de comienzos de los 60, el oscuro Tony Anthony (pseudónimo de Roger Petito) gozó unos años más tarde de un auténtico golpe de suerte al tener la oportunidad de estelarizar la trilogía del «straniero«, personaje que retomaría posteriormente en la antes referida Get mean: dirigidas por Luigi Vanzi, y aún sin erigirse en éxitos clamorosos, Un dólar entre los dientes, Un uomo, un cavallo, una pistola y Lo straniero di silenzio cosecharon al menos la suficiente notoriedad como para que su protagonista pudiera levantar un tiempo más tarde su propio y muy personal proyecto, Blindman o El justiciero ciego.

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Película construida a partir de un argumento absolutamente mínimo pero que, sin embargo y de puro desquiciado e imposible, logra mantener el interés del espectador durante gran parte del metraje, a través sobre todo de las idas y venidas – así como de las sucesivas traiciones y alianzas – que se van formando a lo largo de su enloquecida trama. De todas maneras, y aunque el guión de Anthony sin duda acentúe los elementos más picarescos y/o bufos, tal como era práctica habitual en el western mediterráneo, la influencia americana de su principal artífice se deja notar tanto en el ágil ritmo del que disfruta el film como en la curiosa recreación de las señas de identidad del spaghetti, deformadas y ofrecidas para la ocasión desde una óptica inconfundiblemente yanki. De este modo, y a pesar de hallarnos ante una película rodada en España, y de contar con un equipo técnico de nacionalidad mayoritariamente italiana, más que ante un spaguetti western nos encontramos ante la concepción que un gringo pudiera tener de los principales atributos que definían por entonces al western realizado en Europa, particularidad que queda meridianamente clara, por citar un sólo ejemplo, en la estereotipada visión que aquí se ofrece del pueblo mexicano, siendo mostrados igual de ignorantes, vocingleros, bebedores y mujeriegos (si no más) que en clásicos de Hollywood del calibre de Veracruz o Grupo salvaje, y despojándoles de esta manera de toda la dignidad y ardor revolucionario de los que hacían gala en títulos europeos del género como Cara a cara o ¡Corre cuchillo, corre!, ambos dirigidos por Sergio Sollima.

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Asimismo, y en lo referente a la exhibición de la violencia, nos encontramos igualmente más cerca de Peckipah que de Leone (por citar a los dos realizadores cultivadores del western de más relevancia entonces a ambos lados del charco), distanciándose en esta ocasión de los característicos y elaborados duelos de los que hacía uso y abuso la variante europea, y diversificando en cambio la representación de la acción a través de espectaculares explosiones, combates cuerpo a cuerpo y sádicas torturas ejercidas, en su mayor parte y como más adelante detallaremos, sobre los personajes femeninos. A la hora de citar semejanzas con la obra del director de Quiero la cabeza de Alfredo García incluso podemos encontrarnos con una escena en la que el grupo de bandidos masacra a base de ametralladora a toda una guarnición de soldados mexicanos y que, tanto por planificación como por el número y la condición de los personajes implicados en ella, guarda más de una similitud con la brillante e inolvidable escena final de la mencionada Grupo salvaje.

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Retomando el tema de la mujer, figura totalmente accesoria y prescindible en el género desde los primeros y fundacionales títulos dirigidos por Leone, El justiciero ciego lleva arrastrando desde el mismo momento de su estreno la dudosa reputación de ser uno de los spaghetti más misóginos de la historia, circunstancia ésta que no podría estar más lejos de la realidad; en realidad, la cosa es mucho más grave… De hecho, nos encontramos ante una de las películas (así, en términos generales y sin restricción de géneros) que peor y de manera más continuada trata a la mujer, en primer lugar por la extrema cosificación que sufre el grupo de las cincuenta «novias» que, aunque fundamentales en la trama, son reducidas aquí a la mera condición de mcguffin, sin intención ni necesidad alguna de individualizarlas dotándolas de una personalidad distintiva, ni de crear siquiera personajes que funcionen a modo de portavoz del resto de prisioneras, a pesar de que entre ellas se encuentren rostros tan reconocibles, y habituales del cine de género europeo de aquellos años, como los de Shirley Corrigan, Janine Reynaud o Malisa Longo.

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Aparte de lo dicho, y a excepción de Pilar (Agneta Eckemyr), objetivo amoroso del personaje tan adecuadamente interpretado por Ringo Starr, el resto del reparto femenino es tratado como pura mercancía. Podríamos decir incluso que como ganado, siendo de esta manera desvestidas, manoseadas, vapuleadas, pisoteadas y hasta tiroteadas a la menor ocasión y con la más mínima excusa. Toda esta violencia injustificada, y actitud claramente exploitation, produce aún mayor asombro si además tenemos presente que el tono de la película es en líneas generales bastante desenfadado, acercándose así en cierto modo a las maneras de la aventura cómica tan en boga a comienzos de los 70: repleta de brutalidad, sí, pero aventura cómica al fin y al cabo, por mucho que se traten de hacer convivir en una escena ingenuos y burdos chistes de alcoba para asistir a continuación a una matanza indiscriminada de inocentes, acentuando de este modo por contraste esa sensación de incorrección política que, por otra parte, se percibe – y, ¿por qué no decirlo? – se disfruta durante buena parte del metraje.

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Producida por Allen Klein, que además de ser manager de Los Beatles – lo que explicaría la presencia de Ringo Starr en el reparto – también fue distribuidor en los USA de El topo y productor de La montaña sagrada, debido a esta circunstancia sería demasiado fácil caer en la tentación de forzar vínculos entre El justiciero ciego y la obra de Jodorowsky, como podría ser por ejemplo el caso concreto de la surrealista y alucinada escena del entierro, en la que visualmente destaca un impoluto ataúd blanco entre los asistentes enlutados, sitos a su vez en un pueblo por entero pintado de negro y que fue expresamente construido para la película. Asimismo, se podría señalar la influencia del director de Santa Sangre en el aspecto excesivamente estrafalario – y prácticamente post-apocalíptico – de los esbirros de Domingo, o en la singularmente cruel e inventiva muerte que padecen algunos de los personajes. Pero lo cierto es que las conexiones que se pudieran establecer entre el inconfundible estilo de Jodorowsky y determinados elementos presentes en este film responderían más a la casualidad que a una influencia consciente por parte de sus responsables.

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En el aspecto negativo cabría señalar que aunque la intención de Anthony en su faceta como guionista fue principalmente la de trasladar los rasgos del espadachín ciego Zatoichi a los paisajes del salvaje oeste y – más concretamente – de la frontera mexicana (en el que sería el enésimo trasvase de temas orientales a la hora de «inspirar» el western occidental), hay que reconocer que la ceguera que aqueja al protagonista no está lo suficientemente explotada ni desarrollada en comparación con cualquiera de los films que el personaje protagonizase en su encarnación japonesa; incluso en la adaptación hollywoodiense y ochentera que se hizo del mismo argumento, la simpática Furia ciega protagonizada por Rutger Hauer, se saca infinitamente más partido en las escenas de acción de la condición del personaje que en la película de Baldi, donde la ceguera de Blindman se emplea la mayor parte del tiempo con propósitos exclusivamente cómicos, por mucho que surjan (de manera casual o no) imágenes de gran fuerza iconográfica como la del justiciero utilizando su Winchester a modo de báculo, o ideas tan deliciosamente absurdas como la del mapa en braille del que se vale para poderse mover de una ciudad a otra a través del desierto (¿!¡?).

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En definitiva, y aunque seguramente no podamos afirmar hallarnos ante una obra maestra del género, Blindman es tan salvajamente divertida, y resulta una película tan heterodoxa a tantos niveles, que su urgente visionado deviene poco menos que imprescindible para todo aquel aficionado lo suficientemente sabio como para dejar los prejuicios a un lado a la hora de disfrutar del buen cine.

José Manuel Romero Moreno

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