Sinopsis: Nora Davis es una joven estadounidense aficionada a las novelas policíacas de vacaciones en Roma. A su llegada a la Ciudad Eterna se aloja en la casa de una amiga de sus padres que se encuentra enferma. Durante la noche, la mujer entra en crisis y fallece. Asustada, Nora decide salir a la calle para buscar ayuda, siendo golpeada por un ladrón que la deja inconsciente. Cuando despierta, es testigo del asesinato de una mujer. Sin embargo, cuando da parte de lo ocurrido nadie la cree, ya que la policía no tiene constancia de que haya ocurrido el crimen que ella les narra. Decidida a aclarar lo sucedido, Nora comienza a investigar por su cuenta.

Año: 1963 (Italia)
Director: Mario Bava
Productor ejecutivo: Massimo De Rita
Guionistas: Ennio De Concini, Sergio Corbucci, Eliana De Sabata, con la colaboración de Mino Guerrini, Francesco Prosperi, Mario Bava
Fotografía: Mario Bava
Música: Roberto Nicolosi
Intérpretes: Leticia Roman (Nora Davis), John Saxon (Dr. Marcello Bassi), Valentina Cortese (Laura Craven-Torrani), Dante DiPaolo (Andrea Landini), Titti Tomaino (inspector), Chana Coubert (Ethel Windell Batocci), Luigi Bonos (Albergo Stelletta), Milo Quesada (De Vico), Robert Buchanan (Dr. Alessi), Marta Melocco (víctima asesinato), Gustavo De Nardo (Dr. Facchetti), Lucia Modugno (enfermera), Giovanni Di Benedetto (profesor Torrani)…
A La muchacha que sabía demasiado (La ragazza che sapeva troppo, 1963) le cabe la consideración de ser el film seminal de un modelo, el del giallo, que su propio director acabaría por perfilar y otorgar carta de naturaleza con Seis mujeres para el asesino (Sei donne per l’assassino, 1964). Un año antes del que, en puridad, ha de ser tomado como el verdadero título fundacional de la corriente, Mario Bava esbozaba la mayoría de las que en el futuro se convertirían en señas de identidad del thriller all’italiana. Es el caso del protagonismo del testigo ocular de un asesinato, o el desarrollo de la trama en torno a las investigaciones que dicho personaje efectúa para esclarecer el crimen, dispuestas a través de un rocambolesco argumento repleto de giros de guion cuyo interés radica en dilucidar antes las circunstancias del asesinato que en la identidad del asesino, al contrario de lo que ocurre, por ejemplo, en el anglosajón whodunit con el que tantas veces se ha comparado a la vertiente trasalpina.
Incluso, La muchacha que sabía demasiado ya presenta la preferencia por las armas blancas de los matarifes que, en adelante, poblaron el subgénero, y hasta anuncia su futura evolución hacia el fantástico oficialmente inaugurada por Dario Argento con Rojo oscuro (Profondo rosso, 1975), al plantear en un momento determinado la posibilidad de que el homicidio que ha presenciado Nora, su protagonista, sea, en realidad, la repetición de un hecho ocurrido en el pasado. Tal es el grado de anticipación que posee la película. Sin embargo, otros ingredientes tanto o más representativos del giallo que los ya enumerados brillan aquí por su ausencia. Sin ir más lejos, su contrastada fotografía en blanco y negro le aparta del colorido cromático y estético que, salvo contadas excepciones, fuera moneda común del estilo, lo mismo que ocurre con la relativa falta de asesinatos de la que adolece la historia, reducidos a solo tres, los dos últimos localizados en la penúltima escena y uno de ellos introducido, además, en elipsis. Pero, sobre todo, por su escaso nivel de truculencia, la (casi) total ausencia de mórbido erotismo y la no presencia del icónico asesino enmascarado y enguantado, rasgos todos ellos que, aunque no sean condición sine qua non, definen lo que a nivel popular entendemos por giallo.
Sea como fuere, esta nueva vertiente genérica originada por la que fuera la cuarta película dirigida por Mario Bava no surge como respuesta a un afán innovador. Más bien al contrario. Al igual que ocurriera con otros movimientos surgidos en el contexto del cine popular italiano entre finales de los cincuenta y comienzos de los setenta como pueden ser el péplum, el spaghetti wéstern o el poliziesco, es consecuencia de una novedosa reinterpretación de los elementos más reconocibles de la hasta entonces imperante formulación del género en cuestión, aquí el de las historias policíacas y de misterio. Una circunstancia que, de algún modo, es ya explicitada con el título elegido, el cual, según parece, sustituyó en el último momento al inicialmente previsto desde las fases más tempranas del proyecto de L’incubo (La pesadilla). Su alusión nominal a la obra de Alfred Hitchcock no se limita a la simple estratagema comercial que pudiera deducirse a primera vista, tan típica por otra parte del cine italiano, al suponer un evidente reconocimiento de la influencia que a muy diferentes niveles ejerce en la cinta la obra del denominado maestro del suspense, “de quien se toman temas (el vouyerismo), tipos (el falso culpable) y tonos (entre grave y distendido)”, en las atinadas palabras de José Abad[1].
Como no podía ser de otro modo, esta mirada hacia la herencia del género no se circunscribe únicamente al cine, ampliándose también a sus fuentes literarias. Una circunstancia que es puesta de relieve por la decisión de convertir a su protagonista en una ávida lectora de novelas policíacas, lo que da pie para la mención explícita de algunos de los autores más relevantes de la temática, desde Edgar Wallace a Agatha Cristhie, pasando por Mike Spillane, cuyas enseñanzas la heroína aplicará en un momento determinado cuando sienta su vida amenazada. De este modo, se sella la relación de simbiosis entre el incipiente estilo cinematográfico y la literatura de la que bebe y que le dará nombre, ya que, como es bien sabido, la palabra giallo (amarillo en italiano) está tomada de una longeva colección de novela negra publicada por la prestigiosa editorial Mondadori cuyas portadas eran de este color, tal y como apunta Javier G. Romero en su artículo “Giallo. El placer de matar”[2]. A todo ello cabe añadirle, además, la inclusión a lo largo de la película de una voz en off externa destinada a narrar con cierta ironía los pensamientos de Nora, haciéndose eco así de un recurso tan propio de la literatura pulp policiaca que, no obstante, apenas tendría presencia en futuros exponentes de la corriente.
Junto a lo ya apuntado, el otro pilar sobre el que se sustenta La muchacha que sabía demasiado es la caricaturización de la comedia turística que popularizaran títulos como Vacaciones en Roma (Roman Holiday, William Wyler, 1953), en los que se presentaba a la ciudad fundada por Rómulo y Remo como un lugar idílico. Ya lo dice el narrador nada más comenzar la película: “Roma es el destino soñado por cualquier americano entre dieciséis y setenta años”, idea que vuelve a aparecer más tarde cuando el doctor que corteja a Nora recorra con ella las bellas calles de la capital italiana y la pregunte: “¿Le parece un sitio donde se apuñale a las mujeres?”. Y, sin embargo, la estancia en la Ciudad Eterna de la muchacha distará de ser tan placentera como la vivida por el personaje de Audrey Hepburn en el citado film de William Wyler. Nada más aterrizar en Italia descubrirá que su compañero de asiento durante el viaje es un traficante de droga; en su primera noche en Roma la mujer que la alberga fallecerá y cuando salga a la calle la golpearán y robarán en la turística Piazza di Spagna, quedando inconsciente; por si no hubiera bastante, cuando despierte será testigo de un crimen pero nadie la creerá. No, no podemos decir que sea una imagen demasiado turística. Y si bien Nora acabará cumpliendo el ideal soñado, encontrando el amor en Roma, también hallará un asesino en serie dispuesto a liquidarla, en una plasmación de la unión entre Eros y Tánatos tan habitual en la cultura latina.
Pero esta subversión de la estampa turística asociada en el inconsciente colectivo a Roma que efectúa Mario Bava va más allá de los elementos argumentales comentados, nada raro viniendo de un cineasta eminentemente visual como él, cimentándose muy especialmente en la forma en que retrata con la cámara sus parajes. A este respecto resulta bien indicativo el contraste que establece entre las secuencias de exteriores, luminosas y vivaces, que se desarrollan de día, y la apariencia amenazadora que otorga a esas mismas localizaciones en aquellas otras que transcurren de noche. El mejor ejemplo en este sentido se encuentra en el trabajo escénico al que somete a la mencionada Piazza di Spagna en la escena en la que Nora presencia el asesinato que sirve de punto de partida a la intriga, en la que gracias a la iluminación y a su tratamiento del espacio convierte a la popular plaza en un entorno de pesadilla, situación que vuelve repetirse, pero con los elementos totalmente contrarios, en la visita de la protagonista al apartamento del periodista. Un rasgo este, el de la transformación de escenarios cotidianos en escenarios de horror, que, dicho sea de paso, en adelante derivaría en otro de los componentes más habituales del thriller all’italiana.
Y es que, quizás la principal aportación de Bava se encuentre en la fusión que lleva a cabo entre los patrones argumentales y narrativos del cine policíaco con ciertos estilemas trasplantados del género gótico en el que velara sus primeras armas como director, al menos oficialmente, con la magistral La máscara del demonio (La maschera del demonio, 1960). No en vano, la escenografía de la casa a la que se mudará Nora tras el fallecimiento de su primera anfitriona, con la presencia de columnas y la sobreabundancia de muebles y objetos, remite de forma inevitable a la de los salones de los castillos medievales en los que se ubican las tramas del terror gótico, equiparación que es potenciada por el manejo de las luces y sombras que efectúa en este tipo de escenas la fotografía en blanco y negro realizada por el propio Bava en persona (y cuya elección, parece ser, fue una de las condiciones impuestas por el cineasta de San Remo para hacerse cargo del proyecto), con esos personajes que aparecen y desaparecen en la negrura de la oscuridad. Prevalece así la atmósfera de terror más que la de suspense, dentro de un trabajo en el que el director de Bahía de sangre demuestra una habilidad no siempre reconocida con los cambios de tono en un conjunto que también báscula entre la comedia romántica y la más pura ironía.
Las similitudes con la obra previa de su responsable llega hasta el punto de que no es difícil ver cierto parecido entre la actriz encargada de dar vida a Nora, Leticia Roman, y la que fuera la protagonista de su emblemática ópera prima, la británica Barbara Steele, en especial por la forma en la cual, en las escenas de corte terrorífico, la puesta en escena destaca sus grandes ojos[3]. Una Leticia Roman que borda el papel de chica ingenua y un tanto atolondrada, y que establece una apreciable química con su partenaire para la ocasión, John Saxon, en un registro de galán joven y algo blandito, totalmente alejado de los papeles de tipo duro por los que es recordado. Por cierto que, aunque la protagonista absoluta de la película sea Roman, el nombre que encabeza los títulos de crédito es el de Saxon, quizás por aquello de su procedencia hollywoodiense. Cabe recordar en este sentido que La muchacha que sabía demasiado fue su segunda incursión en el cine italiano, en el que había debutado escasos meses antes a las órdenes de Mauro Bolognini en la adaptación de la novela de Alberto Moravia Agostino (Agostino, 1962). Claro que esta no es la única peculiaridad relacionada con la pareja protagonista. Y es que, aunque tuviera ascendencia italiana, en la película es el personaje encarnado por el estadounidense Saxon el que ejerce de cicerone local de la Ciudad Eterna a la romana Leticia Roman, en la vida civil Letizia Novarese, pero que en la ficción interpreta a una estadounidense. Un curioso intercambio de nacionalidades, sin duda.
José Luis Salvador Estébenez
[1] En Mario Bava: El cine de las tinieblas (T&B Editorial, Madrid, 2014), pág.70.
[2] En Quatermass nº 7. Antología del cine fantástico italiano (Retroback, Séptimo Vicio & Quatermass, Granada, 2008), pág. 46.
[3] Una analogía que es puesta de manifiesto por los carteles estadounidenses de ambos films, los cuales coinciden en destacar dentro de su composición la mirada de su personaje protagonista.