La casa sin fronteras

 

Sinopsis: Daniel, un joven de provincias que llega a Bilbao en busca de trabajo, conoce a un anciano que le consigue un empleo en la organización internacional “Casa sin fronteras”. Su primera misión consiste en localizar a Lucía Alfaro, una antigua miembro de la organización que desapareció bajo extrañas circunstancias. Mientras investiga su paradero, Daniel descubre que la organización se dedica a torturar y asesinar a quienes no cumplen sus reglas o intentan abandonarla. Cuando por fin encuentra a Lucía, escondida en un recóndito pueblo costero, ambos intentarán escapar de España a través de una barca de contrabando.

 


Título original: La casa sin fronteras
Año: 1972 (España)
Director: Pedro Olea
Productora: Amboto, P.C., S.L.
Guionistas: Juan Antonio Porto, Pedro Olea, a partir del relato “Lluvia”de José Agustín
Fotografía: Luis Cuadrado
Música: Carmelo Bernaola
Intérpretes: Geraldine Chaplin (Anabel Campos/Lucía Alfaro), Tony Isbert (Daniel Márquez), Viveca Lindfors (señorita Elvira), José Orjas (anciano), Patty Seppard (chica de La Bohème), Julio Peña (decano del coro), Luis Ciges (dueño de la fonda), María Arias (dueña de la pensión), Eusebio Poncela (Oscar Fuentes), Jesús Fernández (hermano de Daniel), Margarita Robles (viuda de Arévalo), Charly Bravo (camarero), William Layton (líder de la casa), Jose Franco (marmolista)…

Tras el notable éxito de El bosque del lobo (1970), película adscrita a un folk horror autóctono que procuró grandes satisfacciones a su director y desveló el sorprendente talento de su protagonista, el extraordinario José Luis López Vázquez, Pedro Olea reincide en un registro, digamos, terrorífico, aunque cambiando totalmente de tercio y permaneciendo siempre al margen del por aquel entonces floreciente fantaterror hispano que alegraba los días de los aficionados durante la década de los setenta. El que escribe estas líneas todavía recuerda con un escalofrío el día en que aun siendo un chaval descubrió la película en un pase por TVE, allá por inicios de los ochenta, y el impacto y las pesadillas que le procuró durante bastante tiempo. Uno estaba ya acostumbrado a monstruos, vampiros y momias, pero lo que esta siniestra casa ofrecía era algo mucho más oscuro, terrible y real que parecía acechar a la vuelta de la esquina. El propio Olea consideraba a La casa sin fronteras su primera película de terror, ya que El bosque del lobo era un film decididamente etnográfico, mientras que esta estaba claramente influenciada por Franz Kafka y sus obras literarias que mezclaban el fantástico con el realismo, el existencialismo, la burocracia y el absurdo. Pero vayamos al inicio.

Pedro Olea descubre en una antología literaria el relato “Lluvia” del autor mexicano José Agustín, perteneciente al movimiento contracultural Onda, e intuyendo su potencial para convertirse en una película, decide acometer su adaptación junto al guionista Juan Antonio Porto. Fascinado por la opresiva atmósfera de tintes kafkianos que se desprende en el relato, decide ubicar la trama en Bilbao, por aquel entonces una ciudad industrial gris, lluviosa y tenebrosa, muy lejos de la resplandeciente urbe cosmopolita en la que se ha convertido actualmente. Su profundo conocimiento de la misma le permite establecer toda una serie de localizaciones que resultarán muy adecuadas, otorgándole un carácter urbano, realista, inhóspito y de amenaza latente muy bien conseguido en sus fotogramas. A este óptimo resultado debemos acreditar la labor de Luis Cuadrado, uno de los mejores directores de fotografía con los que nuestra cinematografía ha contado, por aquel entonces en el apogeo de su carrera profesional.

A pesar de este meticuloso trabajo de localización bien anclado en una realidad muy española, Olea tiene en mente la elaboración de un proyecto ambicioso y para ello pretende conseguir un elenco de actores importantes con proyección internacional. Para el papel protagonista femenino no tiene ninguna duda y desde el inicio ve a Geraldine Chaplin como la actriz perfecta para incorporar el papel de Anabel Campos/Lucía Alfaro. La hija de Charlot, por aquel entonces en pleno auge y muy presente en el panorama cinematográfico español gracias a su relación personal y profesional con Carlos Saura, acepta instantáneamente la propuesta tras la lectura del guion. Olea cuenta asimismo con la sueca Viveca Lindfords, una excelente actriz de extraordinaria presencia que nunca llegó al nivel de estrellato al que por su talento parecía predestinada y que por aquel entonces trabajaba asiduamente en nuestro país, con algunas memorables prestaciones como su neurótico personaje en Oscuros sueños de agosto (Miguel Picazo, 1967). La elección del protagonista masculino no iba a resultar tan fácil y depararía al director vasco algún que otro quebradero de cabeza.

Siempre con la idea de conseguir una estrella importante, Olea apunta alto tratando de conseguir a Malcolm McDowell, Michael York, e incluso al mismísimo Ringo Starr, aunque todas sus tentativas resultarán infructuosas. Con el rodaje a la vuelta de la esquina, Olea se encuentra atado de pies y manos y tiene que optar in extremis por una solución de emergencia: encontrar a un actor español que pudiese adaptarse al complejo personaje protagonista, algo que resultará bastante difícil. Como bien declaró el director bilbaíno: «Siempre se pueden encontrar actrices maravillosas de cualquier edad en España, pero actores masculinos sutiles y bien preparados, sobre todo jóvenes, era casi imposible en aquella época». La elección final recae en un jovencísimo Tony Isbert, vástago de una célebre dinastía de actores que, si bien ya tenía varias películas bajo el cinto, era obviamente un intérprete todavía muy verde. Sea como fuere, me gustaría romper una lanza a su favor desde estas líneas, ya que, a pesar de distar bastante del héroe que sus guionistas y director probablemente tenían en mente, lo cierto es que consigue dar un perfil bastante adecuado, aunque sea de manera rudimentaria, con su inexperiencia de alguna manera jugando a su favor: en todo momento tenemos la impresión de ver a un auténtico pardillo provinciano sumergido en una situación que le sobrepasa y de la que no sabe escapar.

Este planteamiento un poco esquemático del personaje funciona aceptablemente a lo largo de la trama en cuanto víctima propiciatoria de las circunstancias en las que se ve inmerso, aunque la falta de desarrollo psicológico impide la profundización en los aspectos más complejos y oscuros del ser humano y, por analogía, del desarrollo kafkiano del protagonista que la historia está pidiendo a gritos. Por poner solo un ejemplo, Daniel impone muy poca resistencia a la horrible trama que se cierne sobre él, asumiéndola desde el inicio con un fatalismo absoluto y carente de energía, sin reacción ni rebeldía, cual marioneta totalmente alienada y arrastrada por una inercia devastadora. El vampirismo existencial que «la casa» ejerce sobre él alcanza cotas escandalosas con las misivas que sus superiores le dirigen y en las que, anulándole por completo, se dirigen a él como «Raimundo Barclay», pero esto apenas parece zozobrarle. 

Igualmente queda desaprovechado otro interesantísimo aspecto: la turbia personalidad de Lucía Alfaro/Anabel Campos, que queda solo apuntada y que nosotros como espectadores intuimos, identificándonos con Daniel en su fascinación lúbrica, fantasmagórica y algo malsana por esa figura femenina que persigue y que le resulta inalcanzable. Su primer encuentro con la prostituta (encarnada por Patty Shepard en un breve pero consistente papel) se traduce en un espejismo en el que visualiza a Lucía dirigiéndose a él con una sonrisa que parece una invitación. Desgraciadamente todos estos aspectos (búsqueda de lo inalcanzable, mitología del deseo, fantasía versus realidad) van a quedar supeditados a un desarrollo banal en el que la dramaturgia se limita a una búsqueda cansina y desangelada, un encuentro muy poco climático y una escapada final pobremente resuelta, a pesar de contar con una atmosférica ambientación en la costa de Guetaria. Una pena, porque nos quedamos con las ganas de conocer más detalles de la peripecia vital de Lucía Alfaro, de su personalidad, de cómo ha estado viviendo escondida y cuáles fueron las razones que la colocaron en la misma situación que a Daniel, algo que sabremos solo a través de su relato y que la película nos impele a aceptar como un hecho, cuando todos los detalles de su perfil, por lo misterioso y fascinante que resulta para Daniel y para la audiencia, nos indican que la realidad es probablemente más compleja de lo que aparenta.

De haber desarrollado Olea todos estos aspectos de sus personajes de manera más profunda se hubiese acentuado de manera mucho más convincente el aspecto kafkiano de la historia dándole más enjundia, impacto y repercusión. Ateniéndonos al resultado final, tenemos que conformarnos con el esbozo esquemático que se nos proporciona, donde ambos personajes quedan reducidos a poco más que dos siluetas aplastadas por una organización ultrapoderosa. Y cabe decir que al menos en este aspecto la película de Olea marca un gol por todo lo alto. No podía haber conseguido su director un resultado más escalofriante, glacial e implacable en el retrato de una secta de tintes tan siniestros y escabrosos como la que él describe. Todo resulta tan oscuro, asfixiante y, al mismo tiempo, de un anonimato y discreción tan aplastantes, que inducen en el espectador una sensación de impotencia equiparable a la de un grito sin sonido. Con una gran economía de medios, Olea hace de la sobriedad virtud, asomándonos a los entresijos de la organización siempre de manera esquiva, detrás de una puerta entreabierta o con medias palabras, haciéndonos testigos de una reunión a punto de terminar, con sus miembros tomando nota de nuestra presencia fugaz y sin alterarse lo más mínimo, con la curiosidad maquiavélica del que se sabe en control absoluto de la situación.

Tanto Viveca Lindfords como William Layton y José Orjas se desvelan los intérpretes idóneos para representar a los tres vértices de tan diabólica institución, maestros en la gestión de sus distintos cometidos. José Orjas en particular es toda una revelación, intérprete visto una y mil veces en nuestro cine y que aquí incorpora un personaje siniestro y terrorífico de manera absolutamente magistral. No necesita Olea grandes recursos para impactar en su diseño claustrofóbico de la «casa sin fronteras», reduciendo sus elementos a una discreta mansión y a unos interiores que rezuman anonimato, burocracia y un vago carácter burgués, alcanzando sus cotas más escalofriantes en ese sótano que alberga el «castigo último», un lugar desnudo, inhóspito y aterrador, testigo silencioso del sádico ritual que espera a esos súbditos rebeldes que intentan escapar a los tentáculos de la institución. Ese terror kafkiano se nos presenta entonces a través de las miradas vacías, desesperadas o aterrorizadas de los incautos seres que han osado pensar que podían escapar a su destino y en cambio se descubren acorralados sin escapatoria en ese lugar anunciado, temido e inevitable. Un círculo infernal que se repite y del que no hay salida, como en la peor de las pesadillas, y que el film de Olea reproduce en su implacable estructura, la de una maquinaria que exige para su existencia la aplicación de una ley que sirve de ejemplo, amenaza y conclusión.

La recepción crítica de La casa sin fronteras en nuestro país fue bastante tibia. Se le reprochó a Olea el intentar reproducir los esquemas del cine de qualité de Carlos Saura (protagonismo de la Chaplin, fotografía de Luis Cuadrado…) y se debatió mucho sobre las intenciones de Porto y de Olea con su guion, para algunos reminiscente de las estructuras de la organización terrorista ETA, y para otros del por aquel entonces omnipotente Opus Dei. Si bien sus autores denegaron cualquier intento de relacionar su historia con dicha organización clerical, lo cierto es que, habida cuenta de la ambientación tan realista y contemporánea de la película, uno no puede sino quedarse dubitativo. Esta polémica ambigüedad en su mensaje afectó sin lugar a dudas a la suerte corrida por la película, que tuvo que luchar en su momento con una notable hostilidad desde los estamentos oficiales que hicieron todo lo posible por obstaculizar su visionado y su repercusión, tanto dentro como fuera de nuestras fronteras. 

Seleccionada en la competición oficial de la Berlinale en 1973, la película de Olea suscitó el interés suficiente dentro de los círculos cinematográficos como para propiciar una posible nominación a los Oscar, auspiciada directamente desde las instancias norteamericanas que mostraron un notable interés por la cinta. Esta posibilidad, que hubiese jugado un papel determinante en el éxito comercial de la película, quedó abortada de raíz cuando los estamentos españoles, en su afán de obstaculización, decidieron enviar una copia doblada al inglés, anulando toda posibilidad de que la película fuese seleccionada y saboteando, por tanto, su futuro en las pantallas. Triste destino el de La casa sin fronteras, abocada a una desastrosa carrera comercial que arrastraría a Amboto P.C., la productora de Pedro Olea, a la quiebra y a un futuro incierto a su director, del que afortunadamente conseguiría resurgir con su siguiente película, No es bueno que el hombre esté solo (1974).

Naldo